Últimos días, y en Segovia, como no podía ser de otra manera.
Llegó el momento, llegó de repente como una tormenta de verano y tras despedirme de mi familia y amigos de Valladolid, todavía me faltaba una última parada en España. Una última despedida, o, mejor dicho, un último hasta pronto. Me faltaba despedirme de Segovia.
Volví a sentir el calor veraniego sobre mí, en contraste con los copos de nieve que caían hacía solo unos meses y pintaban la sierra de un blanco intenso. Ahora era verde pero también me gustaba.
Volví a seguir el mismo recorrido de siempre, subir la calle Real, echando un vistazo a la mujer muerta, y admirando el imponente Acueducto Romano. Cruzar de forma la ficticia puerta de San Martín y llegando a la plaza de Juan Bravo, dónde tantos conciertos he disfrutado bajo el Torreón de Lozoya. Después, me adentré en la Judería. Siempre suelo ir con prisa, por lo que suelo seguir el recorrido de la calle Real hasta la Plaza Mayor. Pero esta vez valoraba más la tranquilidad, y más tranquilidad que en la Judería es complicado encontrar. Pasar de la Judería a la Plaza Mayor un día de mercado es un contraste solo comparable al invierno-verano segoviano. Los días de mercado son mis favoritos para visitar la plaza, me gusta la vida que da a la ciudad.
Después de pasar por la catedral, me dirigí hacía el Alcázar. Entrar dentro del Alcázar es una experiencia sensacional, no únicamente por la historia que esconde sus muros, sino porque paseando por las distintas salas te sientes parte de esa historia, como un rey castellano visionando los jardines de la Fuencisla.
Finalmente, como broche de oro a la última visita del año, fui con amigos que hice aquí de tapeo por la plaza mayor y la calle de los bares. Porque para mí la importancia de Segovia no solo radica en su impresionante patrimonio e historia, sino también en la gente y experiencias que aquí he vivido… y en las tapas, por supuesto.
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